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El país del grelo |
Por Manolo Méndez |
Tiempo de grelos, tiempo de grandes “enchentes”, de pantagruélicas laconadas. Unos y otros, lacones y grelos, alcanzan por este tiempo su plenitud. De la matanza decembrina nos llega ahora, salobre aún, el lacón. Y del otoñal noviembre, cuando se plantaron, apuntan ya con plena madurez los grelos, que antes fueron nabiza, y por medio cimón, en la mitad de su ciclo. Aún a sabiendas de moverme ahora en un terreno singularmente delicado y resbaladizo, para poder explicar lo que quiero no veo el modo de evitar algunas connotaciones que, ya lo sé, a más de uno podrán resultarle “gruesas”, siempre y cuando, claro está, las interprete en un sentido que yo, en ningún modo, quiero darle. Pero es que del grelo, y ello es casi un deber para nosotros, conviene que sepamos lo más posible. Veamos: la diferencia esencial es que los grelos de hoy son mucho, muchísimo más grandes que los de antaño. Bien. En ello no hay problema. Pero es que ocurre que eso es así, en pura lógica, porque –y hete ahí lo delicado del asunto- el nabo de hoy, el nuestro, es también infinitamente más grande. Ocurre –y entiéndaseme, por favor, sólo en términos gastronómicos- que el nabo que va la mesa en cualquier otra latitud, en el resto de España y en esos antedichos alemanes, belgas y escoceses, y también, como habrán observado de un tiempo acá, en nuestros propios mercados, es de una variedad tierna –foránea- y, por ende, muy pequeña. El nuestro también era así en tiempos muy pretéritos, antes de la arribada de la americana patata. Hasta entonces, esos nabos tiernos, junto con las castañas, ocupaban la plaza que luego hemos dado al tubérculo en nuestro caldo esencial. Y ocurrió que, al generalizarse el trueque, en los hogares de nuestras aldeas no optaron, como en otras zonas, por arrumbar el nabo y dejarlo para consumos esporádicos, integrado las más de las veces en guisos y estofados. No. Nuestros labriegos tenían una “parentela” especial en casa a la que había que atender, la vaquiña y o porquiño, y perseveraron en el cultivo; aunque, eso sí, planteándose a partir de entonces el reto empírico de lograr cada vez piezas más grandes, es decir, más rentables y de mayor rendimiento. Y así fue como hemos llegado a nuestro grandioso nabo de hoy, esencialmente forrajero y probablemente indigesto para el consumo humano, pero con la contrapartida singular de unas hojas, tiernas y sabrosamente acidulas, de agigantada envergadura, probablemente únicas en el mundo entero, chinos aparte. Y qué contarles de ese plato supremo, en el que el grelo alcanza su plenitud de armonía: el inefrable lacón con grelos, tan invernal, tan racial, tan propio y esencial y tan carnavalesco, pues de él ahora mismo les cuento, a continuación y de viva voz. Buen provecho.
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