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Del cerdo, y su matanza
manolo mendez

 

Por Manolo Méndez
ma.mendez@telefonica.net
manolomendez.com

porco celta

 

"A cada cerdo le llega su San Martín", se refiere a la fecha del 11 de noviembre, que tradicionalmente levantaba la veda del cerdo durante los meses fríos del invierno. Pero es curioso saber que en este refrán tan popular, la fecha es la única clave que lo justifica, pues, que se sepa, ninguna relación especial tenía el santo Martín de Tours con la raza porcina.

La cuestión de la elección de fecha no era tanto función de santoral, cuanto del calendario anual y de su previsor manejo. Realmente, se trataba de conjugar dos factores principales: de una parte, proveer la despensa para el crudo invierno que se avecinaba... y de otra, aprovechar esos primeros fríos como garantía de una mejor conservación de la carne.

Pero ese cálculo sufría notables variaciones en función de las zonas y de la provisión de cada familia. Así, en La Rioja, otro refrán típico, también engarzado con el santoral, apuntaba a una fecha más adelantada como la idónea para acometer la matanza: "por San Simón y San Judas -es decir, el 28 de octubre- mata los puercos y tapa las cubas"... En todo caso, en el acierto en el cálculo estaba la clave, como bien indica otro que advierte del riesgo de precipitarla: "el que mata cerdo por los Santos, en invierno come cantos".

Estas muestras, que apenas son un apunte mínimo de las numerosísimas incursiones del refranero en el cerdo, su matanza y su consumo, nos llevan, y son un buen indicativo de la crucial importancia que este animal ha tenido desde siempre en la dieta de los europeos. Y más y mejor, por contraste con la prohibición que de su consumo tenían -y tienen- las otras dos culturas de convivencia próxima: los judíos y los musulmanes.

Así, podría decirse que el cerdo es el alimento por antonomasia del orbe cristiano en los siglos pasados; casi un símbolo de exclusividad, si no fuera porque los chinos, desde siempre han sabido también apreciarlo, y lo mismo los habitantes de las islas de Oceanía. Pero en Europa, y particularmente en la España del Siglo de Oro, comerlo era la mejor prueba de limpieza de sangre. Los "marranos" que como, por mal nombre, se conocía a los judíos conversos, no tenían mejor modo de confirmar su conversión, que zampándose en público unas buenas magras de jamón. Ya lo decía otro refrán: "más cristianizó el jamón que la Santa Inquisición".

Pero, hinquémosle ya el cuchillo al ritual ancestral de la matanza... del que apenas queda hoy el vestigio de la memoria, porque la costumbre de matar el cerdo en los pueblos y en las casas de labranza ha desaparecido ya hace muchos años, de una parte, y ya desde mediados del siglo pasado, por la propia inercia de la modernidad y el crecimiento económico, que arrumbó la costumbre de criar cerdos en las casas para ese único fin del consumo familiar; y de otra, la puntilla, la prohibición sanitaria de hacerlo que más tarde sobrevino. Como reminiscencia de aquellos tiempos, quedan tan sólo algunas puntuales fiestas de algunos pueblos rurales en los que, una vez al año, cual si se tratara de una escenificación teatral, recrean la ceremonia, eso sí, con todo lujo de detalles.

Decíamos antes que la matanza del cerdo, tradicionalmente, era la mejor forma de proveer la despensa para el largo invierno. Y es que del cerdo, como también dice el dicho, y muy acertadamente, se aprovecha todo ...excepción hecha tan sólo de las pezuñas (y del páncreas, en muchos lugares). Y más y mejor se aprovecha del cerdo que de cualquier otro de los animales de consumo, ya que la cualidad grasienta de su carne facilita mejor su conservación, se seca menos y hace más jugosos los embutidos. En todo caso, es de notar la significativa evolución que, en el aprecio de la carne de cerdo, se ha operado a lo largo del tiempo. Hoy, como es notorio y emblema de la despensa española, la raza ibérica, que tiene como principal cualidad una carne magra entreverada de finísimas tirillas de grasa, es el modelo de más aprecio, pero en los tiempos clásicos era distinto: se preferían los cerdos bien cebados, que dieran buenos y gruesos tocinos, que entonces se apreciaban bastante más que el jamón; con ellos se cocinaba, y se derretían en la sartén para freír con ellos, y esa grasa licuada, y solidificada luego en orzas de barro, se guardaba como reserva preciosa para el consumo a lo largo de todo el año. Y lo mismo ocurría con los chorizos, y los lomos embuchados, y los huesos conservados en salazón con los que se nutría y ennoblecía el caldo y el potaje invernal. De todo ello, de ese rico despiece del cerdo y sus menudencias, les contaremos en próximas entregas; empezando, la próxima que se anuncia ya, con el delicado cochinillo. Buen provecho.

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