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La lamprea, suprema exquisitez de la cocina gallega
manolo mendez

 

Por Manolo Méndez
ma.mendez@telefonica.net
manolomendez.com

 

La antediluviana lamprea, auténtico fósil viviente, renueva su cita anual con los ríos gallegos, hoy por hoy devenidos en, prácticamente, su único habitat europeo.

 

¡Aleluya!. Un año más, como viene ocurriendo desde bastantes miles de años antes de que el hombre tuviera conciencia de serlo (cuando los ríos, y ni siquiera los continentes eran lo que ahora son) la noble lamprea ha vuelto a remontar los ríos de Galicia para cumplir aguas arriba con su ciclo vital reproductor, desovando en los “pozos” y remansos del padre Miño, del Lérez, del Ulla o del Tambre.

La renovación de esta cita ancestral es siempre un feliz acontecimiento, que adquiere tintes de extraordinario en razón del carácter de práctica “exclusividad” que las costas gallegas tienen como habitat natural de esta casi extinta especie -“Petronyzon marinus” en su catalogación científica-. Tiempos hubo, y así lo han dejado escrito los cronistas de la antigüedad, en los que la lamprea visitaba anualmente todos los grandes ríos de Europa, de una y otra cuenca, ocupando el lugar preferente en los banquetes imperiales de la Roma clásica y en las cocinas cuaresmales de los grandes Papas.

Porque, dígase ya, la gastronomía de la lamprea, que hoy tiene su reservorio universal exclusivo en Galicia, atesora celebridad mítica desde aquellos antiquísimos tiempos. Y aquí una aclaración, que es también un revulsivo para nuestra conciencia medioambiental: evidentemente, los césares, y los prelados medievales, los nobles aquitanos y los belicosos caballeros teutones, no se hacían llevar desde Galicia las lampreas que proveían sus cocinas. Por aquellos tiempos, todos los ríos europeos, tanto atlánticos como mediterráneos, recibían la visita anual de las lampreas, que remontaban el Tajo, el Guadalquivir, el Ródano, el Támesis, el Rhin, y también el Tíber, claro está. La causa de su desaparición de estos ríos, en muchos de ellos ya desde tiempo inmemorial, no fue otra que la contaminación.

 

Un fósil viviente

La lamprea, efectivamente, es eso: un auténtico fósil viviente, de antediluviana biología, lo que la hace extremadamente sensible a los cambios y deterioros medioambientales. Su biología requiere aguas de un limpidez absoluta en la zona que elige para llevar a cabo el desove; y dado que su ciclo es (como el de su pariente próximo, la anguila, de la que tan recientemente les hemos contado) de una secuencia repetitiva fija, es decir, que vuelven siempre al río en el que nacieron; si durante un periodo prolongado no pudieron remontarlo y desovar, o los pequeños alevines no sobrevivieron a un estado de impureza de las aguas, el ciclo se queda definitiva e irremediablemente interrumpido. Y tal fue lo que ocurrió a lo largo de los siglos con todos esos ríos que, en tiempos, fueron “lampreeiros”. A día de hoy, sólo quedan, como habitat testimonial de la lamprea en Europa, los ya dichos gallegos, algunos pocos en el norte de Portugal, y presencias esporádicas, apenas testimoniales, en algunos ríos cantábricos y del oeste francés.

 

Sí, en cambio, hay lampreas, y muchas por cierto, en los ríos de la vertiente atlántica canadiense. Pero, véase qué curioso, allí no se aprecia en nada su gastronomía, y hasta se las tiene por alimañas, auténtica plaga anual a la que se esfuerzan en combatir con derroche de medios económicos. Y es que, en Canadá, el gran capital de los ríos es el salmón ...y la lamprea gusta especialmente de rapiñar y comerse los huevos de salmón.

Pero, ¿qué es, en fin, la lamprea? Pues un pez, si convenimos en ello, como la ciencia lo afirma, aunque cueste creerlo. Un pez ciertamente feísimo, carente de espinas, que sustituye por una suerte de esqueleto primitivo cartilaginoso, sin escamas ni mandíbula, de inusitada biología.

Su cuerpo, de forma cilíndrica, serpentiforme, mide normalmente entre 65 y 75 centímetros. Carece de aletas pares, presentando una sola aleta dorsal, y una rudimentaria aleta caudal o cola. El lomo es oscuro y está jaspeado en los flancos por matices verdes y azul ceniciento, y su vientre es blanco amarillento.

La lamprea es un pez que vive en el mar y desova en los ríos, cuyas corrientes remonta al alcanzar la madurez sexual. Su ciclo vital, similar al de la anguila, es tan insólito e increíble que sólo le fue desvelado a la ciencia hace poco más de un siglo. Y es que, créase o no, lampreas y anguilas atraviesan el Atlántico de parte a parte en su atávica migración. Esos alevines que nacen en los ríos gallegos viajan, nada menos, que hasta las profundas fosas caribeñas del “mar de los Sargazos”. Allí, en ignotas profundidades, crecen hasta alcanzar su madurez sexual. Entonces se aparean y, por parejas, la hembra preñada y cargada de huevos, y el macho que la acompaña con el único fin de fertilizar la puesta, realizan el viaje de vuelta sin prisas, casi dejándose llevar a lomos de la “corriente del Golfo”. No es extraño que este insólito y fantástico viaje, de más de tres mil kilómetros, haya permanecido ignoto al conocimiento científico durante siglos, hasta que tomó carta de crédito la teoría de la “deriva” de los continentes. Vino a aclararse entonces que la lamprea no es que sienta un pulsión irrefrenable por acometer el viaje más largo que imaginarse quepa, y batir así un record con ello. Ocurre simplemente que, cuando hace millones de años se grabó indeleble en su código genético ese ciclo vital de pasar la vida en los fondos profundos, y retornar al río de su nacimiento para desovar y renovarse en la perpetuación de su especie, su “fosa” oceánica estaba bastante más cerca del río matriz. Ella, pues, no cambió, que fue el Planeta quien lo hizo.

 

Exquisito manjar

Hay que reconocer que, después de lo apuntado antes sobre la morfología del bicho en cuestión, cuesta trabajo –y hasta repugna, se comprende bien- insistir y afirmar con plena convicción que la lamprea es bocado sibarita, rotundo donde los haya. Nuestro llorado José María Castroviejo, refiriéndose al peculiar y nulo atractivo de la lamprea viva, en contraposición con su exquisito sabor una vez condimentada, opinaba y reconocía que “es una pena que no sepamos el nombre del antepasado que tuvo por primera vez la ocurrencia de preparar un guiso de lamprea. Con muchos menos motivos se han levantado y se levantan hoy estatuas”.

Con la lamprea, aceptada esa reserva estética (que también se da en otros muchos productos sibaritas, pongamos por caso la centolla, o las trufas, que nadie comerá por “bonitos y atractivos”), ocurre, en fin, lo que con tantas cosas: que, o te gusta a rabiar, con devoción fanática –y entre esos somos legión los que nos contamos- o te produce un asco insufrible e insuperable, laminador de todo atisbo de apetito.
Digamos, para quienes no la hayan catado, que su carne tiene un sabor original, ciertamente inconfundible y para nada parecido al de ningún otro pescado. Si hubiera que arriesgar, quienes entre los sabios gastrónomos lo hicieron apuntan, sin demasiada convicción, que el sabor recuerda vagamente al de la carne de liebre; la cual, por cierto, también –como ocurre con la lamprea- suele guisarse “en su propia sangre”.
Otro atractivo no menor para sus devotos deriva de los acotados límites que la naturaleza impone a la corta temporada en la que es posible su degustación “en fresco”. Y es que la lamprea llega hacia finales de enero, y se va cuando apunta la primavera. Fuera de esos tres/cuatro meses, ni con un “gordo” de la Primitiva por medio es posible degustarla. No negarán que, siendo así como es, tal limitación inapelable no añade dosis sibarita de vértigo y ansiedad. Febrero y marzo es el tiempo de más abundancia, pero puede llegar a haberlas en abril, y hasta en mayo, depende de lo que la naturaleza imponga en su ciclo, ampliando o acortando los inviernos, y haciéndolos más duros o más suaves. Como norma práctica, valga el aserto de la sabiduría popular, que da de plazo para acometer la noble empresa gastronómica de lamprea “hasta que el cuco cuquee”...“denantes que esté cucada”, es decir, hasta que el cuco empiece a cantar en los matorrales ribereño, anunciando la inminencia primaveral.

 

Arbo y Salvatierra, capitales del universo lampreeiro

Ya quedó dicho que, hoy por hoy, el Miño es el gran río provisor de lampreas. Ello es así, probablemente, desde hace muchísimos siglos, y de esa ancestralidad son testimonio vivo actual los famosos “pescos” de la villa pontevedresa de Arbo, y de la vecina Salvatierra, núcleo esencial y referencia capitalina del universo lampreeiro en nuestros días. Los tales “pescos” vienen a ser una suerte de ciclópeos murallones, de inmemorial factura, que penetran en la corriente del río por una y otra orilla (gallega y portuguesa, en lo que se refiere al Bajo Miño), formando en el caudaloso cauce una serie de angostos y laberínticos canales por los que necesariamente ha de pasar la lamprea en su remonte anual. El acto de pesca, disponiendo redes y nasas en esas angosturas forzadas, debe realizarse siempre de noche, y más y mejor cuanta más claridad de luna haya. Distribuyéndose el uso del “pesco” con meticulosidad, incluso por horas, en razón de los numerosos propietarios que éstos suelen tener, luego de las sucesivas particiones por herencia que en ellos se han ido operando a lo largo de los años. Y es que, desde siempre, la propiedad de un buen “pesco” constituye un más que rentable patrimonio, con altos rendimientos económicos, en consonancia con el valor de mercado de la propia lamprea, cuya cotización no baja, en los últimos años, de los 45/50 euros por pieza viva, es decir, sin cocinar.

Como cada año, éste también, el último fin de semana de abril los devotos de la culinaria de la lamprea tendrán su cita anual, a modo de llorosa despedida, contándose por miles el número de asistentes, en la Fiesta de la Lamprea, que ya ha hecho clásica la villa de Arbo.

 

Bordalesa, empanada, rellena,...

 

Resultaría prolijo y extenso por demás intentar dejar constancia aquí de las múltiples y sofisticadas fórmulas de preparación de la lamprea que el discurrir de los siglos ha ido anotando, tanto en los recetarios de mayor enjundia como en los más humildes apuntes de nuestras viejas cocineras. Con todo, obligado parece dejar testimonio de las más exitosas, frecuentes y populares, las cuales, además, resultan a la postre las más asequibles y apetitosas.

Como ya se ha apuntado, en la mayoría de las fórmulas culinarias de la lamprea la sangre del pez se considera elemento precioso para su condimentación. Así sucede en la preparación más habitual en los recetarios gallegos, la que para muchos es la más redonda y de más brillantes resultados: a la “bordalesa”, es decir, guisada lentamente en cazuela de barro, sobre la base dicha de su propia sangre, previamente extraída del animal y utilizada como ingrediente fundamental de la espesa y oscura salsa característica. Todo ello servido y presentado, finalmente, con acompañamiento complementario de arroz blanco y picatostes de pan frito.

También resulta un bocado sumamente incitante preparada “en escabeche”, o “curada”, es decir, seca, a modo de bacalao; rehidratada luego, como aquel, y cocida con verduras del tiempo y tacos de jamón. Partiendo de esa variedad “seca” (un modo de conservarla, como en el caso del bacalao y con similar procedimiento, por exposición, luego de abierta y desventrada, al aire y al sol), otra preparación frecuente y exquisita es en “empanada”, o en esa otra fórmula magistral que la presenta “rellena”, enrollada con huevo duro, jamón, aceitunas y pimientos morrones, y servida fría en rodajas finas, a modo de fiambre. Buen provecho.

 

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