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Berberechos, vapor salobre
manolo mendez

 

Por Manolo Méndez
ma.mendez@telefonica.net
manolomendez.com

 

Como todo el mundo sabe, todos los meses de “r” son buenos para el marisco, pero si hay uno –un marisco- “otoñal” ciento por ciento propicio, ese es el humilde y sabroso berberecho, que, de todos los moluscos de concha, excepción hecha del mejillón, es el primero en comparecer, pletórico ya, desde el arranque de septiembre. 

¿Es humilde el berberecho? Pues sí, aunque sólo ciertamente por su precio, y ya es de lamentar y de ver cómo, de unos años para acá, va perdiendo tan aceleradamente esa magnífica y añorada “humildad”. Lo que sí es sabroso, como el que más, pleno de sapidez marina y salobre.

El berberecho es, tal vez, de todos los moluscos, el más autosuficiente a la hora de otorgarnos la plenitud de su sabor. Tan sólo exige unos criterios de prudencia mínima a la hora de prepararlo y aderezarlo. Eso sí, partiendo, primero, claro está, de que sea absolutamente fresco. Y, segundo, que sea de buen porte, y de buena filiación. Los hay, magníficos, en el Mediterráneo; incluso espléndidos en la desembocadura atlántica del Guadalquivir; pero, a falta de una acreditación precisa y cualificada de tal procedencia concreta, la mejor garantía es buscar su marchamo de origen en las rías gallegas, y aún de ellas, apurando, en lo actual, la coruñesa dual de Muros y Noya, de cuyas bajamares proceden las tres cuartas partes de los berberechos que, en este tiempo otoñal, consumimos en España (hablamos, claro y entiéndasenos, de los de extracción “nacional”; porque en esto de los mariscos que se venden “a granel”, sin envase ni etiqueta, el fenómeno de la globalización les hizo pioneros avanzados desde hace muchísimos años).

El berberecho, sí, más que ningún otro, conviene que sea gordo y grande a la vista, que su concha estriada se nos presente lo más redonda posible, en su típica coloración marfileña.

Porque, siendo así, cabe apostar que el “bicho” del interior también será gordo y suficiente para una buena degustación, que puede empezar por la más sencilla, introduciéndolos directamente en una cacerola, que cerraremos y pondremos al fuego medio, para que con el calor se abran y suelte su delicioso juguillo.

Y ya está. O no, porque esa operación, de apariencia tan sencilla, no lo es tanto. Deberemos estar extremadamente atentos al proceso, para rematarlo –es decir, separarlos del fuego- en el momento justo, que no es otro que ése en el que los pequeños bichejos están todavía hinchados por el vapor, y guardan en sí mismos una pequeña bolsa de agua salada interior, que rompe cuando les hincas el diente, para colmarte la boca de aromas salobres y marinos.

 

Lograr el punto exacto de esa interrupción del hervor es fundamental, porque, si te pasas un segundo más, corres el tristísimo riesgo de que se rechuminen, se queden raquíticos y arrugados, reducidos a la mínima expresión, insípidos y correosos. ¡Ay, ciertamente sí, la cocción del berberecho es dificilísima! Pero, si has estado atento, el placer de la degustación está asegurado. Tan sólo deberás añadirles, según tu gusto, unas gotas de zumo de limón. O, incluso, si eres de natural paciente, esperar una noche, hasta el día siguiente. Si te decides así, deberás sacarlos, uno a uno de sus conchas, y dejarlos en maceración toda la noche en su propia agua de la cocción, con unas gotitas de vinagre de Jerez, una hoja de laurel, y una cucharada de aceite de oliva. Podrás entonces degustar al día siguiente un aperitivo sublime, o incluso los podrás utilizar, si ese es tu mejor gusto, en un arrocillo blanco y caldoso, que habrás perfumado con ajo y un brevísimo chorrito de vino blanco seco.

En tiempos pretéritos de abundancias memorables hoy definitivamente finiquitadas, quien esto os cuenta recuerda los días de infancia en los que, en este septiembre preotoñal, con frecuencia diaria recorrían las calles de mi vieja villa ortegana mujeres cantarinas que, con su timbrada voz, llevaban hasta las casas el suculento mensaje de su oferta: berberechos ya cocidos.

Entiéndase bien, sólo los “bichos”, y a céntimo el pocillo bien colmado. Así, en el marco de aquellos tiempos de pobre condición y feliz ambiente, no era raro ni infrecuente que en cualquier casa de humildes recursos, tal que la mía mismo, se dispusiera para la cena una gran sartén de berberechos fritos, aderezados en un sofrito-base de cebolla y pimientos, finamente picados.

Ya en etapa de juventud, no fueron pocos quienes, como yo mismo, hicieron -hicimos- en el arenal, recogiendo berberechos en las bajamares de septiembre, el pequeño -o no tanto- “calcetín” para afrontar los estudios del nuevo curso. Oiga, que no era ninguna broma: en tres-cuatro horas completábamos un saco de 50 kilos. Y ahí había que dejarlo, porque tal era el límite establecido por persona para cada jornada. Ganas dan de llorar, si pensamos que hoy en día, en la misma playa, si estuviera permitido el marisqueo libre, que ya no lo está, harían falta cuando menos seis días, y aún así, para completar aquel bendito “cupo”.

 

En todo caso, volviendo a la cocina, y al hilo de esto último, convendrá advertirles muy seriamente que, hagan lo que hagan con los humildes y exquisitos berberecho, no caigan jamás en la tentación de comerlos directamente del arenal –que también se puede, y están buenísimos-, pero en los tiempos que corren, de contaminaciones mil, los berberechos, como cualquier molusco bivalvo, requiere de manera imprescindible e inapelable un paso previo de purga y depuración. Un proceso éste por el que, ciertamente, han pasado todos los que llegan al mercado ordinario. Y otro consejo final: antes de llevarlos a la olla, desechen todos los ejemplares que estén rotos o abiertos, así como también todos los que permanezcan cerrados tras la cocción. Buen provecho.




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