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Cerveza, historia milenaria |
Por Manolo Méndez |
En el calendario mundial del “bebercio” festivo, el primer fin de semana de octubre viene de marcar una de las citas más multitudinarias y entusiastas, con la capital bávara como referente mítico: el Festival de la Cerveza, de Munich. Ellos, los alemanes, con todo son contenidos, por aguardar al otoño; nosotros los españoles, para lo mismo, es decir, para festejar a la cerveza, adelantamos una estación, y prolongamos la fiesta, sostenida e increscendo en las últimas décadas, a un plazo más largo de casi tres meses. Sí, porque el verano español es, en lo tocante a bebidas de consumo social, la estación de la cerveza. La rubia espuma, tirada bien fresquita como a nosotros nos gusta, se ha adueñado ya, casi en términos de absoluto monopolio, del aperitivo. También avanza imparable en la tarde-noche, y hasta en la noche misma metida incluso a madrugada, merced al amplísimo catálogo de variedades de elaboración que hoy se nos ofrece, tanto en grado alcohólico como en escala de tostados. La cerveza es ya, puede decirse sin temor a error, bebida ciento por ciento hispana: somos el noveno productor mundial, y terceros de Europa, tan sólo por detrás de países con gran tradición cervecera como Alemania y el Reino Unido. Claro que en esas cifras de producción se incluye el consumo que hacen, con nosotros, los más de cincuenta millones de turistas que por aquí se caen cada año. Si contáramos sólo españoles, nuestro consumo per cápita, de unos 43 litros, se sitúa todavía muy por debajo de los 78 de media de la Unión Europea.
La cerveza se mantuvo así, como recurso de urgencia, durante muchos siglos. Hasta anteayer mismo, como quien dice. El gusto y el consumo de verdad, no empezó realmente a generalizarse en España hasta la segunda mitad del pasado siglo. Del poco aprecio que se le tenía de antiguo son buena muestra aquellos versos populares, que decían: Quien nísperos come, y espárragos chupa,
Una historia milenaria Aun cuando los romanos ya tenían conocimiento del lúpulo, y de su bendito efecto de aporte de amargor, como contrapeso al natural dulzor de la malta, tal adición de equilibrio se perdió, como tantas cosas, al quedar olvidada y relegada durante los años oscuros del alto medievo. No fue hasta bien avanzado el siglo XIV, cuando en un ignoto monasterio del norte de Francia se “redescubrió” su fantástica aportación y esencia. La cervecera Cruz Campo, con buen acierto, ha elegido la oronda figura de Gambrinus como icono de su imagen de marca. Este personaje pasa por ser el reconocido patrón de la cerveza y de los cerveceros de centroeuropa. No hay prueba documental que de fe de su existencia real, aunque sí un cierto fundamento pseudohistórico que le da soporte, según el cual el tal Gambrinus habría sido un antiguo rey cuya leyenda tomó cuerpo, a partir del siglo XIII, entre flamencos y germanos, que le otorgaron ese título de patronazgo al considerarle inventor de la espumosa bebida. Según la leyenda, el tal Gambrinus (cuyo nombre pudiera derivar, por corrupción, del de Jan Primus [Juan I], conde de Flandes) habría desafiado al Diablo -o habría sido él mismo desafiado por el Maligno, que en esto no hay acuerdo- a ser capaz de elaborar un vino sin uvas. Así, de tal reto, habría surgido la primera cerveza. Aun cuando ya hemos recordado aquella cerveza "Celia" que, a falta de vino, nos cuenta Paulo Orosio que bebían los asediados numantinos; y anotemos ahora, al hilo, otro testimonio de calidad, cual el que dejó escrito, dos siglos antes, el recurrente Plinio, quien apunta que los iberos eran devotos bebedores de una cerveza, de cuyo gusto el latino confiesa abominar, porque -dice- era malísima; habrá que reconocer que no fue hasta la llegada del borgoñón Carlos I cuando la cerveza empezó realmente a tomar cuerpo de naturaleza y costumbre en nuestro país. El nieto flamenco de los Reyes Católicos, junto con la numerosísima corte de nobles agregados que con él llegaron, impusieron en la Corte española su costumbre nativa de fervor cervecero. Según recogieron los cronistas-testigos de los pantagruélicos excesos del Emperador, en su mesa, junto con un sinfín de manjares de todo tipo, condimentados siempre con abundancia de especias, no podía faltar una extraordinaria provisión cervecera. Nos cuentan que el propio césar no perdonaba, en cada “sentada”, la ingestión, él sólo, de al menos cinco litros de cerveza helada.
Al parecer, el público de la época respondía con gran alboroto de aprobación la dicción de este pasaje, y que volvía a regocijarse con la misma carcajada cómplice cuando, ya hacia el final de la representación, el tal "Panduro" volvía sobre el tema:
Aquí fue donde bebí |
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