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El Capón, tradición de Nadal |
Por Manolo Méndez |
Uno de los productos de más añeja tradición en la culinaria española de las grandes solemnidades, es decir, de acendrada costumbre, también, en las mesas navideñas, es el capón... El mítico capón. La dificultad de su cría honesta, y hasta la pérdida de memoria de cómo debe hacerse ésta, en un proceso largo, paciente y metódico y por ende costoso, han llegado casi a hacer desaparecer de nuestros mercados los genuinos capones, los de verdad. Tan sólo en Galicia –con particular referencia a la villa lucense de Vilalba, que mantiene una feria anual de capones, precisamente en las vísperas navideñas, el domingo anterior a la Nochebuena -este año, pues, el día 19- y en algunas zonas del interior de Cataluña, y últimamente también en Murcia, según nos han contado, se mantiene todavía la ancestral costumbre de su cría según los cánones que marca la secular ortodoxia. Del capón y su sorprendente crianza, y de otros asuntos de colateral interés y buena enjundia, les contaremos ahora, empezando por la obviedad de principio: un capón, como bien dice su nombre, no es otra cosa que un capado, es decir, un “castrado”, que, en el caso que nos ocupa, se refiere a un gallo castrado. Según reza la leyenda, la práctica de la castración de los gallos viene de muy antiguo, y nació probablemente en Roma, en tiempos de un emperador caprichoso, al que en una época le dio por prohibir, bajo la amenaza de severas penas, el sacrificio de las gallinas. Los ciudadanos romanos, claro está, acogieron muy mal aquella prohibición y, buscando el modo de sortear el arbitrario capricho imperial, cayeron en la cuenta de que el malhadado decreto se circunscribía, en su literalidad, sólo y exclusivamente a las gallinas, y nada decía –ni, por tanto, prohibía- de los gallos ¡mira tú, qué casual, y qué curioso!... Y así, hilando, hilando, sabedores de lo que les ocurría a los eunucos (que, tras la mutilación, se volvían afeminados y acentuaban la untuosidad de su figura y sus formas), decidieron ensayar la traumática fórmula en los gallos... Y fue así, según se cuenta, véase qué curioso ¡laus Deo!, como nacieron los “capones”. Durante toda la Edad Media, los capones, rellenos y asados, fueron manjar de privilegio en las mesas de reyes, nobles, y purpurados del clero. Y es ya en esta lejana época cuando deviene la costumbre de integrar el capón en el menú de la Navidad. Digamos, a propósito, que en aquellos oscuros tiempos de la Alta Edad Media, la fiesta de Navidad era de abstinencia de carne, lo cual nos lleva a una pregunta, y a un cuestión curiosísima: ¿Cómo es que, entonces, figuraba el capón tan frecuentemente en aquel menú festivo de la Nochebuena medieval? Pues, muy sencillo, y muy pícaro a la vez: por que en el Concilio de Aquisgrán, convocado por Carlomagno en el año 817, se decidió que la carne de capón, por la peculiaridad de su procedencia, “no rompía la abstinencia”…¡Ole, ole y ole, por los conciliares prelados! Bien, pues hasta aquí, sucintamente explicado, el largo y ancestral predicamento del capón en los recetarios clásicos. Vamos ahora, si nos siguen leyendo, con la explicación, de no menos curiosidad y enjundia, del ancestral método que se sigue, en Vilalba al menos, para la crianza de sus afamados capones… junto con algunas notas complementaria de su formulación culinaria clásica.
Pasado el verano, tras una nueva y definitiva selección de los más adecuados, los que han tenido una mejor evolución en su desarrollo, se procede a caparlos. Y así, ya mutilados, continuarán, en libertad vigilada dentro del gallinero, hasta el inicio del proceso final, lo cual ocurre por Los Santos, es decir, a primeros de noviembre. Entonces, cada uno es introducido en la angostura de un cajón especial, la “capoeira”, que quedará bien cubierta, para que no entre en ella la luz, y colocada al arrimo de una lereira o chimenea, a fin de que reciba el influjo adormilante del calor. Desde entonces, y durante cuarenta días decisivos, el gallo castrado es forzado a alimentarse tres veces al día con un bolo de masa –el “amoado”- elaborado a base de harina de maíz y de castaña empapada en leche. También una vez al día se le administra un vasito de moscatel mezclado con coñac. El capón, así tratado, e inmovilizado en esa oscura soledad, se engrasa sobremanera en sus carnes, hasta alcanzar un peso superior a los cuatro o cinco kilos. Perdida la virilidad, pierde también la cresta y olvida el canto mañanero. A mediados de diciembre, le llega la hora de rendir la vida, siendo sacrificado de un modo peculiar, con el fin de lograr un “sangrado” completo. Una vez desplumado, la piel presenta un intensísimo color amarillo, y así se presenta para su exposición y venta, con las gruesas capas de la grasa interior que ha generado (en las que luego ha de asarse) prendidas con palillos sobre los lomos. Una vez adquirido, y ya en la cocina, esa grasa, de untuoso color amarillo, será la base para el dorado en el horno. Normalmente, la pieza se habrá rellenado con manzanas, castañas, piñones, espinaca, brécol, y jamón y tocino, que es el modo tradicional, secuenciando el lento proceso de asado (que debe hacerse a una temperatura moderada, durante al menos cuatro horas) con frecuentes rociados de coñac y de la propia salsa. Otra fórmula culinaria también típica para el capón de Vilalba, ésta aún más sofisticada y costosa, es el capón “relleno de ostras” (un relleno absolutamente excelso, en el que la base son muchas ostras, previamente “fritas” en grasa de cerdo, y mezcladas con un picadillo de verduras y huevos cocidos, todo ello sazonado con pimienta, nuez moscada, y zumo de limón. En fin, la Gloria…
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